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lunes, 28 de diciembre de 2015

Comentario del fin de semana
LA RECONSTRUCCIÓN DEL TEMPLO
Por Jorge Navarrete

En 1992 escuchábamos la sentencia de monseñor Carlos Oviedo sobre la crisis moral de la sociedad chilena. Dos décadas más tarde, esos mismos ciudadanos reprochaban de manera inmisericorde la debacle moral de la propia Iglesia Católica. ¿Qué fue lo que ocurrió?

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En primer lugar, es que esta milenaria institución, al menos en su expresión jerárquica, transitó de una Iglesia conectada con los problemas sociales, dolores y dramas de su comunidad, a una colectividad que de manera tan conservadora como excluyente juzgaba la conducta de sus fieles, haciendo hincapié en un discurso moralizante que dejaba de lado la compasión. 
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En esta Iglesia, más conectada con el poder y los privilegios, fue fácil sucumbir a la tentación de guardar las apariencias y atrincherarse en la comodidad, el que abandonando ese fundamental mandato de estar al lado de quienes más sufren, significó ignorar, callar y derechamente conspirar para que no salieran a la luz los graves crímenes que se cometían en su seno.
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Pero también, y en segundo lugar, Chile había cambiado. La Iglesia enfrentaba el escrutinio de una sociedad que hoy valora mucho más la libertad, su autonomía y el sagrado derecho a trazar nuestro propio plan de vida, exigiendo de los otros el máximo respeto para el cumplimiento de dicho itinerario. Fueron esas mismas personas, laicos y de tradición católica, que no toleraron más que se pontificara respecto de lo que se puede pensar, decir o hacer, menos todavía por una institución encabezada por fariseos de la talla de Francisco Javier Errázuriz o Ricardo Ezzati, que activa o pasivamente encubrieron a delincuentes como Fernando Karadima, por nombrar al más significativo. 
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Un viejo dicho popular dice que entre más alto, se cae más fuerte, y eso es exactamente lo que les ocurrió; ídolos con pie de barro que sucumben frente al más básico examen de coherencia y consistencia entre lo que ha sido su conducta y el mandato del Evangelio.
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Sin embargo, hacer extensivo este juicio a todos quienes de verdad componen la Iglesia sería tan injusto como voluntarioso. Hay en esos muchos hombres y mujeres, tocados y vehementemente aferrados al don de la fe, una esperanza para reconstruirla y así intentar hacer de esta tierra algo más parecido al reino de los cielos.

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