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viernes, 11 de septiembre de 2015

POLÍTICA-OPINIÓN-SQUELLA-KRADIARIO

DECISIONES CONSTITUCIONALES

Por Agustín Squella  (*)

Desde el punto de vista jurídico, un golpe de Estado consiste en la sustitución de gobernantes sin sujeción a las reglas constitucionales vigentes. De gobernantes y también legisladores, como aconteció el 11 de septiembre de 1973. Jueces de la Corte Suprema, asimismo, salvo que estos apoyen el golpe y validen públicamente a las nuevas autoridades, lo cual también resulta conocido para nosotros. Al pasar por encima de la Constitución, un golpe de Estado invalida esta y quienes se hacen con el poder se ponen a la tarea de reemplazarla por actas constitucionales y, a poco andar, por una nueva Constitución que represente la ideología política, económica y social del régimen, que es lo que aconteció aquí entre 1973 y 1980.

Si diera lo mismo la Constitución que tiene un país, como parecería ser hoy la idea de un sector político, los artífices de un golpe de Estado exitoso gobernarían sin ella y no correrían a transformar en derecho lo que es únicamente fuerza y poder. Tampoco es que designen para ello una asamblea constituyente ni nada que se le parezca. Les basta con encargar la redacción del nuevo texto constitucional a un grupo de expertos cuya lealtad a las nuevas autoridades esté asegurada, sometiéndolo luego a la revisión personal del Jefe de Estado. El proceso concluye con una consulta popular que es típica de todos los regímenes de fuerza, cualquiera sea su ideología: sin registros electorales, sin prensa libre, sin partidos políticos, sin oposición reconocida, sin apoderados opositores en las mesas receptoras de sufragios, y utilizando para la confección de los votos el papel más delgado y transparente posible.

Nada más parecido a una dictadura que otra dictadura, sea que se la establezca en nombre de una sociedad sin clases o de los valores del mundo occidental cristiano.

Nuestro debate constitucional se encuentra abierto, incluso para aquellos que creyeron que todas las cuentas pendientes con la Constitución de 1980 habían sido saldadas con las reformas de 2005. Un debate abierto y que, como era de esperar, muestra más discrepancias que acuerdos. Si algo caracteriza a nuestro país, es la tendencia a retrasar lo más posible el inicio de los debates sobre temas relevantes. Así ocurrió con el divorcio, recordará usted, y lo mismo con la despenalización del aborto en ciertas situaciones. Postergar las discusiones para que no se vea que tenemos desacuerdos, puesto que tememos a los desacuerdos y ni qué decir a los conflictos, como si aquellos y estos no fueran inseparables de la vida en común. Si hasta un conflicto tan regulado como la huelga produce hoy pánico a parte del país. Claro, en un régimen de fuerza los desacuerdos se ocultan y los conflictos se reprimen.

En materia constitucional tenemos varios desacuerdos: nueva Constitución o reforma de la actual al lentísimo ritmo impuesto por la minoría que puede frenarla (1/3 de los actuales senadores y diputados); nueva Constitución resultado de una asamblea constituyente o de los organismos que hoy tienen el poder constituyente; nueva Constitución pronto o aprobada por el Congreso que será elegido en 2017 con un sistema más representativo que el acomodaticio binominal; y todo eso sin entrar a los contenidos de la nueva Constitución o de las futuras reformas a la actual.

Los enemigos de una nueva Constitución, e incluso de más reformas a la actual, jugarán todas sus cartas para demorar las decisiones constitucionales pendientes. Me perdonarán, pero ¿cómo confiar en un sector que dio su conformidad a la supresión de senadores designados y vitalicios recién en 2005, y no por convicción democrática, sino porque la institución empezó a jugar en su contra, y que hoy cuando no puede bloquear reformas con sus votos en el Congreso lo hace consiguiendo los de miembros del Tribunal Constitucional que puso allí antes por fidelidad política que por su trayectoria y competencia?

Ese sector intentará conjurar las futuras decisiones constitucionales con su nuevo y burdo amuleto: la incertidumbre.

(*) El autor es columnista regular de El Mercurio

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