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lunes, 17 de agosto de 2015

LA COLUMNA DEL PERIODISTA FERNÁNDEZ-KRADIARIO

MIGUELITO YA NO ESTÁ



Por Enrique Fernández
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Por más de 50 años fue una parte esencial del paisaje urbano en el principal paseo del centro de Santiago. Todas las mañanas se le veía en su kiosco de diarios, que se alza en la esquina nororiente de Ahumada y Moneda. ¿Su nombre civil? Miguel Alvarado Lyon, Miguelito para los amigos.

Pero desde hace una semana ya no está. Se fue el 11 de agosto, a los 87 años.
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- No pasé agosto –diría él, con  su característico buen humor. Desde hace varios meses se hallaba con periódicos controles médicos, porque el paso del tiempo estaba haciendo lo suyo en su resistente organismo.
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De estatura pequeña, contextura recia y una mirada directa, Miguelito tenía un carácter jovial y un espíritu sensible e inquieto. Leía los diarios y revistas que exhibía en su quiosco, pero sobre todo preguntaba a quien le pudiera responder.
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-¿Quién cree usted que será el próximo Presidente, después de la escoba que está quedando?
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- Y qué me dice de los chinos, que de a poco quieren dominar el mundo…
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Por eso a Miguelito le gustaba ser amigo de los periodistas. “De los buenos periodistas”, decía, refiriéndose a los profesionales que hace medio siglo trabajaban en el centro, como Rafael Otero, Luis Hernández Párker, Augusto Olivares, Raúl González Alfaro, Sylvia Pinto, Eugenio Lira Massí, Tito Mundt y los hermanos Mario y José Gómez López. Con ellos conversaba en el café Haití o en su kiosco, cuando venían a comprarle “El Diario Ilustrado” o “La Prensa”.
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Eran los años en que “El Mercurio” tenía sus instalaciones en la calle Compañía, “La Tercera”, en Moneda; el vespertino “Última Hora”, en Tenderini; la Radio Portales, en Agustinas 1022; la radio Minería, en Moneda 973, y la Balmaceda, en el número 53 de la calle Nueva York, además del Canal 13 de televisión, en la calle Lira.
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Ninguno de esos medios se quedó en el centro. Algunos emigraron a distintas zonas de la ciudad y otros desaparecieron. Pero Miguelito siguió en su kiosco, en el corazón de la capital chilena. En el mismo sitio donde se inició como un precoz suplementero cuando tenía 9 años, según recuerda su hijo Miguel.
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Miguelito estaba allí el martes 2 de abril de 1957, cuando estalló la rebelión callejera de los estudiantes y la CUT de Clotario Blest por el alza de la locomoción, durante el segundo gobierno de Carlos Ibáñez del Campo. La represión culminó con 19 muertos.
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Miguelito estaba allí el viernes 4 de septiembre de 1970, cuando Salvador Allende ganó la elección presidencial y las calles fueron escenario de un carnaval. Jóvenes demócrata cristianos y socialistas, hasta entonces adversarios políticos, marcharon juntos para celebrar el triunfo de la Unidad Popular.
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Miguelito estaba en su lugar la mañana del viernes 29 de junio de 1973. Ahumada era entonces una calle y no un paseo. Un camión militar entró desde la Alameda en dirección al norte y una multitud espantada huyó en distintas direcciones cuando los soldados comenzaron a disparar. Era el “Tanquetazo”, un ensayo de lo que se concretó siete semanas después, el martes 11 de septiembre, con la instauración de la más prolongada dictadura militar que haya conocido Chile.
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Miguelito siguió en su kiosco, como un observador privilegiado de la historia. Le preocupaba la suerte de algunos amigos periodistas detenidos, desaparecidos o exiliados. Pero más le preocupaba la suerte futura del país.
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Cuatro años después, en noviembre de 1977, la calle Ahumada se convirtió en un paseo peatonal. Y más de alguna señora pituca perdió uno de sus tacos, aprisionado entre los duros adoquines con que la Municipalidad había tapizado la antigua calzada.
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- Lo que pasa es que el alcalde no entiende a las mujeres –decía Miguelito mientras sonreía desde su lugar de observación.
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Fue en los  últimos meses que sus amigos advirtieron sus frecuentes ausencias del kiosco en la esquina de Moneda. Su hijo y su nuera lo reemplazaban en la difusión de la noticia impresa en forma de periódicos. Su salud ya no era la misma, aunque su sensibilidad y sus inquietudes seguían vivas, como llamas inextinguibles.
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Y también seguía latente su preocupación por la suerte del país.
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El Paseo Ahumada continúa cada mañana con sus personajes que van y vienen: el pastor evangélico que quiere salvar almas a punta de gritos, los lustrabotas que siempre se cuadran con la Teletón de don Francisco, el reparador de encendedores de la calle Bombero Ossa, las chicas del Haití y del Café Caribe…
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Pero el personaje más antiguo del paseo ya no está.

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