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lunes, 16 de marzo de 2015

CORRUPCIÓN-OPINIÓN-KRADIARIO

UNA RARA COMISIÓN


Por Carlos Peña (*)
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Es imposible no referirse a la comisión anticorrupción recién creada: ¿Qué sentido posee? ¿Qué utilidad reviste?

Hay varios motivos para dudar de su utilidad. Uno de ellos se relaciona con su legitimidad; el otro con los casos que motivan su creación.
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Desde luego, una comisión de esa índole carece de la legitimidad que confiere la mayoría. Y eso es grave cuando se trata de un gobierno que ha erigido al de mayorías en el supremo principio de legitimidad de la vida social.
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Quienes la integran poseen saber y virtud en abundancia, de eso no cabe duda; pero no cuentan con la legitimidad que confieren las mayorías; esa legitimidad que el Gobierno echa de menos en la Constitución o en la exigencia de quórum que dan poder de veto a las minorías. La inconsistencia es obvia: ¿Por qué lo que es malo en materia constitucional o de leyes (que las mayorías no logren imperar) no lo es a la hora de resolver las cuestiones relativas a la ética pública? ¿Por qué si es malo que el Tribunal Constitucional limite las decisiones de la mayoría, no lo es que un grupo pueda, de hecho, hacerlo en cuestiones éticas?
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Una de las quejas frecuentes de la izquierda y el movimiento estudiantil fue que la vida social se había naturalizado y convertido en un asunto regido por leyes y por principios que solo los expertos podían inteligir. El surgimiento de una cultura de expertos, se dijo, desplazó la deliberación ciudadana y la política, deteriorando de esa manera la vida democrática. La queja contra la cultura de expertos fue especialmente aguda cuando se trató de economía o de educación. Pues bien. Si a la hora de diseñar el sistema escolar o establecer las prioridades del gasto público, hay que eludir a la cultura de expertos, ¿por qué recurrir a ella en cuestiones éticas, harto más sinuosas y opinables? O, al revés, si resulta adecuado y nada problemático nombrar una comisión a la hora de abordar cuestiones éticas (esto es, cuestiones relativas a qué es correcto en la vida pública y qué no), ¿por qué no podría ser razonable hacer algo parecido en cuestiones constitucionales? ¿Qué razón habría para rechazar a los expertos en cuestiones constitucionales, cuando ya se les admitió en cuestiones éticas?
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No cabe duda. Al formar esta comisión la Presidenta Bachelet se puso en medio de una obvia inconsistencia con el principio de mayorías que suele esgrimir y la narrativa de su propio programa. Y nada se saca, para resolver el problema, con declarar que serán los diputados y senadores quienes decidirán en definitiva. Luego de declarárseles incumbentes y parciales a la hora de deliberar sobre corrupción, son muy pocas las posibilidades que tienen de rechazar lo que esa comisión, esgrimiendo argumentos de autoridad, decida.
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Pero el problema de la comisión no es solo de legitimidad. También deriva de los motivos que inducen a crearla.
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Se trata de los casos Penta y el otro en que se involucraron Sebastián Dávalos y Andrónico Luksic.
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Ocurre que son casos distintos. En el caso Penta el problema no es la falta de leyes, sino su incumplimiento. Y en el caso de Sebastián Dávalos, una de dos: o hay delito (en cuyo caso al igual que en Penta hay incumplimiento de una ley y no un defecto de ella) o simplemente hay descriterio, desaprensión de los involucrados (algo que la comisión, a pesar de sus abundantes virtudes, es difícil que pueda corregir). La comisión será irrelevante para esos dos casos y todos los que se le parezcan.
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Pero, si no está en consonancia con el principio de legitimidad que el Gobierno suele esgrimir, ni parece consistente con los casos que en apariencia la motivan, ¿por qué se creó entonces?
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La razón parece obvia. Ante la posibilidad que esos dos casos (y en especial el de Dávalos) siga resonando una y otra vez en la opinión pública, la creación de esa comisión está animada por el propósito de racionalizar (racionalizar, enseña Freud, equivale a eludir, a desplazar) el problema transformándolo en un asunto no de personas sino de instituciones, no de Dávalos, Luksic, Délano o Lavín, sino de reglas o incentivos. Ese propósito no tendría, por supuesto, nada de malo, si entre los casos que se trata de racionalizar no estuviera aquel en que está involucrada la familia de la Presidenta.
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Pero desgraciadamente lo está. Y mientras ella no se pronuncie explícita y directamente sobre él, cualquier racionalización se verá mal.
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(*) Columnista permanente de El Mercurio

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