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viernes, 20 de enero de 2012

CHILE O EL APARTHEID

Por Hugo Latorre Fuenzalida

Surgen escándalos en el escenario social por el caso de Chicureo (adopción de medidas contra las empleadas domésticas que atentan contra su propia dignidad). Pero uno se llega a preguntar ¿por qué tanto alboroto si Chile es esencialmente una sociedad del Apartheid?

Hay que ver la configuración urbana, la distribución de los barrios, las migraciones de las clases ricas (como las describe magistralmente Coco Legrand) o emergentes para darse cuenta que somos tremendamente segregacionistas.

Demás está plantear el concepto de las jerarquías en la vida provinciana. Ahí la gente con dinero, cargos y poder son simplemente una casta nobiliaria.

La postura reverencial de la clase media hacia el poderoso es única; yo creo que es similar a lo que vimos con estupor e incredulidad en Corea del Norte con la muerte y funeral de su líder King Jong Il. Por otra parte, es notorio que los presidentes en Chile disfrutan de un favoritismo casi nobiliario, gozan de aprobación de 80% (con excepción, hasta ahora, del presidente Piñera, que trata de llegar a emular a sus antecesores con desesperación), lo que viene a reflejar que los cargos públicos son apetecidos justamente por que confieren ese estatus de separación y distinción (amén de las prebendas, canonjías y profitaciones perversas, de las que ya nos estamos acostumbrando peligrosamente).

Está tan internalizada la cultura de la separación y jerarquización en Chile, que esto se remeda casi como parodia en los barrios más “insignificados” de nuestras ciudades. En ese espacio marginal, donde viven justamente los “insignificantes”, también se establece este círculo de separación y diferenciación. Así, si en un barrio de esos vive un chofer de un personaje poderoso o famoso, ese hombre adquiere estatus separado. Es tratado como un apéndice gozoso y virtuoso del fulano de allá arriba, y este pobre fulano de acá abajo, simplemente adquiere las ínfulas de separado, de distancia y de diferencia.

Esta compulsión separatista se reproduce en todo el espectro de esta especie de escala de gallinero, que es nuestra sociedad.

Los colegios privados de Chile se instalan en lugares cercanos a la clase a la que sirve, y cuando esta clase migra de barrio, los colegios respectivos le siguen a corto andar. Lo mismo acontece con las clínicas y centros médicos, con los restaurantes, con los centros deportivos, los centros comerciales, que ahora también se ocupan del consumo creciente de las clases llamadas “emergentes”, es decir los que pueden gastar parte importante de su ingreso, para lo cual hay que tentarlos, paralizarles la inteligencia y deslumbrarlos con ornamentos espectaculares, semejantes al consumo de los ricos, lo que alienta en ellos el prurito de borrar la separación que instala la jerarquía histórica de nuestras clases).

¿Entonces de qué extrañarnos respecto de lo de Chicureo? Si esa es nuestra tradición y doctrina. Eso de pretender que somos igualitarios, democráticos, y otras linduras moralizadoras, es puro mito. Somos todo lo contrario, justamente nuestra ética transita por la vereda de enfrente de la igualdad y la moral democrática. La llamada “clase política” se siente y es una clase separada. Ellos saben que deben mantenerse en esa cofradía de políticos aventajados para seguir siendo separados, diferenciados de ese otro mundo anónimo y desheredado de poder y prestigio. Desde el Concejal más remoto y distante hasta el Ministro más reverencial y anodino, todos exudan espíritu de clase separada y distinguida.

Las sociedades conservadoras y enriquecidas sobre una estructura oligárquica, producen estos lastres del “apartheid” de manera inevitable. Y por desgracia o fortuna, estas sociedades terminan generando un espíritu agonal que amenaza una convivencia enguerrillada, anómica y disolvente. Por eso desde Licurgo, en la vieja Grecia, hasta el destronamiento de los monarcas europeos, se postuló la eliminación de estas castas separadas como salida urgente ante la amenaza de descomposición o guerra interna y externa en sus respectivas sociedades.

En Chile tenemos toda una historia por resolver. Hay que construir cultural y socialmente un poder equilibrado e integrado, si no queremos terminar convertidos en hordas que se agreden, se violentan y se fagocitan, como aconteció en la caída del romano imperio, de las monarquías del viejo régimen en Europa y en tantos lugares del mundo donde las liberaciones rompen con los estatus injustos de manera no tan civilizada como afortunadamente pudo suceder en la Sudáfrica de Mandela, que tampoco se logró sin sangre y sudores.

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