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domingo, 27 de febrero de 2011

La prisa de los chilenos

Por Hugo Latorre Fuenzalida

La velocidad es el signo de los tiempos. La prisa es el alimento de esa velocidad. Todo es ahora perentorio, rápido, ojalá instantáneo. Eso marca una mentalidad, una cultura, una forma de ser y un Ser.

Porque ser apresurado, ser fugaz, como cometa que da un relumbre a su paso por el firmamento, es una cosa tremenda, ya que implica no haber tenido tiempo para fijarse (es decir detener la mirada en algo) para ver el entorno, para aprenderlo y menos para apreciarlo o amarlo. Quien anda de prisa por la vida, vive urgido, y también apuradito se va: “Quien apurado vive, apurado muere” reza la sentencia.


Esta prisa que satura de adrenalina de nuestro cuerpo, nos impone un nerviosismo crispado e insano. Un activismo de polillas frente a la luz, un azotar inconsistencias de manera ciega y compulsiva. Se tensa la cuerda hasta que termina por romperse en chasquidos sordos e incomprensibles.

Es la era de las comunicaciones, de la instantaneidad de la información, del borramiento del acontecimiento, para dejarnos el puro transcurrir. Cuando no hay más acontecimientos, quiere decir que ya nada importa de lo que sucede, porque lo que sucede será parte de lo que le reemplazará en el tiempo inmediato, es decir de lo que viene, de lo que será sustituido por otro y otro episodio de la cotidianidad irrelevante, esa que genera monotonía, flemática disposición de ánimo ante el entorno, automatismo e indiferencia.

Los jóvenes, como es natural, vienen con sobrecarga adrenalínica en sus organismos, por tanto sus instantes son eléctricos, ya los días son tiempos eternos, su música debe ser estruendosa, su gesto casi como un ramalazo muscular, su voz estridente o sofocada de agitación, su mirada ubicua y su pensamiento como el de aprendiz de guerrero.

El problema se presenta cuando ya pasas la edad de la sobrecarga hormonal y permaneces en actitud adrenalínica, Si ya superas los 50 y sigues con el acelerador a fondo, los virajes en dos ruedas, los bocinazos, la música destemplada y también la “ayudita” de las drogas, quiere decir, hermano mío, que eres definitivamente un tipo dañado por esta cultura, que es lo mismo que la “incultura”.

Ese lamentable daño cultural lo hemos visto reflejado, en todo su trágico significado, en el accidente de una familia chilena en Argentina. Nada puede justificar la irresponsabilidad de un padre cincuentón para con su familia. O es un tipo “dañado” o es un imbécil (que, por lo demás, se aproxima bastante).

Pero por desgracia, ese amor al acelerador, al desenfreno, al “botar” la presión en los caminos de la vida, no lo vemos sólo en los jóvenes (que ostentan el mayor índice de mortalidad- más que los viejos-, justamente por accidentalidad y violencia), sino que persiste y se extiende incluso a las edades llamadas “adultas”, es decir cuando el ánimo ya debió alcanzar la “sofrosyne” (el justo equilibrio).

Me ha tocado ver personas casi ancianas pegadas al volante de sus vehículos a velocidades que obviamente le hacen aseverar a uno que, dada una inesperada circunstancia, el pobre hombre no podrá más que pasar directo al tribunal del alto cielo. Esa postura frenética ya no puede ser de origen hormonal ni cultural. A esa edad se han calmado-espera uno- todas las prisas y moderado todos los antojos. Son gentes, supuestamente, de una mente más reposada y cadenciosa. Sin embargo parece que cada vez retoman- estos adultos mayores- un aire de juventud e irresponsabilidad que los pone al filo de un patetismo criminal.

No sé si son las pensiones insuficientes, las deudas o las obligaciones ad sepulcrum- que nuestras sociedades nos regalan- las que terminan por retrotraer a estos vejetes a los tiempos de pretérita mocedad. La cosa es que, lentes de por medio, la mirada se les fija en una meta con furia taurina y embisten las carreteras como si vieran el color de la sangre en el parabrisas.

Estos tiempos no conocen de contemplar ni de contemplaciones. No le “paran a nada”, no se detienen ante nada, no miran para el lado; cuando viajan van como autómatas, con audífonos y capucha subida, como monjes en meditación intrascendente, ajenos a todo cuanto pueda acontecer. No ven paisajes, no saludan ni se dirigen a las personas; todo se resuelve en un yo prescindente, ajeno y distante. Estos pobres personajes de la posmodernidad no pueden alcanzar a cultivar ningún tipo de SER, pues para ser hay que relacionarse. No se puede dar el Ser como el náufrago “Crusoe”, solitario; algo así como “El único y su propiedad,” de Stirner.

Para Ser, se debe adquirir una “personalidad” y esa no se logra más que en la inserción comunitaria. Los otros, los que entifican solitos, no llegan más que a “individuos”…no a personas. Y un “individuo” es un proto- hombre, un semi-ser. Es la pobreza misma del Ser, la miseria del hombre, la menesterosa concurrencia al puro existir.

En definitiva, atravesamos en estos veloces días, de prisa y aceleración, por la ruina del hombre. Debemos aprender a parar el Sol con un dedo y alargar nuestros momentos para poder observar la vida con calma y respeto. De no ser así, victimizaremos a nuestros hijos, a nosotros mismos y hasta a nuestros ancianos. Pero, lo peor, es que habremos existido sin vivir en verdad. Pues vivir no es sólo acción….es en mucho también contemplación. Enamorarse de una persona como de la vida, es saber fijar la mirada de manera contemplativa en ese SER amado; y vivir humanamente es vivir enamorado de la vida.

Todo lo demás, es añadidura.

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