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miércoles, 26 de enero de 2011

De la revolución silenciosa a la revolución estridente

Por Hugo Latorre Fuenzalida

El ministro, señor Joaquín Lavín, ha planteado que esta vez será mentor de una revolución en la cartera que él conduce: la enseñanza. Lavín es adicto a las “revoluciones”. Hace años, cuando era joven impulsivo, lanzó un opúsculo que denominó “La revolución silenciosa”. Luego, como candidato presidencial impuso el eslogan de “el cambio”. Ahora vuelve como ministro, por sus fueros de “rompefilas” y saca de debajo de la manga otra revolución: la de la educación.

La misión en el área de la enseñanza aprendizaje se ha transformado en la “caja negra” de las sociedades atrasadas del mundo. Ahí, en ese sector es donde se descifra buena parte del proceso del desarrollo y es justamente ahí donde se tiende, a decir del famoso sociólogo Fajnzylber, el “casillero vacío.

Hace tantos años que se vienen haciendo reformas, modificaciones, actualizaciones, revoluciones y contrarrevoluciones en el campo de la educación, que ya parece como la tarea de “despiojar” al quiltro de la casa. Se hace cada cierto tiempo, pero siguen creciendo pulgas en el pelaje del animal.

Es que la educación es una actividad sumamente jabonosa; se nos escapa de las manos con más prisa de la que empleamos para atraparla. La educación evoluciona con gran rapidez; es que estamos en la era del conocimiento, donde la masa del saber se agota antes de dos generaciones y debe ser reemplazada. Pero nuestra mente es más lenta en el proceso de adaptarse, en consecuencia, no terminamos de acoplarnos a una modificación y se nos viene encima una real revolución. No nos da la flexibilidad neuronal para tanta movilidad.

Heráclito tenía razón, pero jamás imagino, este griego insigne, el tema de la velocidad del cambio. El ponía como ejemplo un río, pero ahora es un aluvión y no hay forma de asumirlo integralmente, pues llega con visos de arrasar, no de simplemente transitar. El caudal de conocimientos es tan extenso y profundo que escasea el tiempo que se dispone para poderlo absorber. Podemos usar la 2ª ley de Newton para expresar la imposibilidad: masa por aceleración, dividida por tiempo. La masa y aceleración del saber, que se ponen en la ecuación, crecen permanentemente, pero el tiempo disponible para digerir ese saber es el mismo, permanece limitado. La estrategia humana para abordar este problema ha sido la especialización creciente en el saber. Pero ello representa otro problema: que terminaremos, como personas, ignorando casi todo y sabiendo sólo lo que atañe a nuestra específica área, lo que deshumaniza el saber y transforma a los habitantes de esta sociedad del conocimiento en lo que Ortega y Gasset definió un día como el “sabio analfabeta”.

Esta desintegración del saber por la especialización, impone, a su vez, una fragmentación del hombre, que para ser tal debe contar con una cosmovisión mínimamente coherente, de lo contrario será un engranaje más de un aparato orweliano.

El decir de Protágoras, de que el hombre es la medida de todas las cosas, quedará olvidado, pues ese hombre se habrá literalmente desintegrado en partículas incondensables y no identificables, es decir disperso y descentrado.

¿Entonces, qué hacer para lanzarnos a la tarea de conquistar el conocimiento sin sucumbir humanamente en el intento?

¡Ah!- dirá el ministro-, eso está muy lejos de nuestras metas objetivas.

Tiene razón, pero lo que no debe estar lejos, es el perfil humano que se desea crear.

En consecuencia se debe pensar en si decididamente formaremos ese “sabio analfabeta” que denunció el filósofo español por 1928; pues debemos asumir que aún en nuestro países no hemos podido dar cumplimiento a las promesas de la Ilustración…y esa promesa viene desde el siglo XVIII.

Porque el señor ministro tiene que saber que la revolución de la educación (y del conocimiento) de la que habla, se está problematizando, producto justamente de la falta de dominio transversal del conocimiento, es decir, ni más ni menos, del mal del que adolecen los nuevos sabios. Entonces, la tendencia iría por el lado contrario, es decir, formar “sabios cultos”, que dominen varias ramas del conocimiento y los puedan integrar. Pues de no ser así, empiezan a demostrar una cojera imaginativa, una especie de corto circuito, donde el saber se da vuelta sobre sí mismo, como religioso que sólo recita los salmos de su libro sagrado, pero no atina a mirar las alboradas de cada día y los cánticos de nueva promesa y nuevos sucesos que otorga y regala la naturaleza, para soñar nuevas visiones.

Nuestro retraso

América Latina, señalan a modo de denuncia los expertos en el tema, está rezagada en más de 20 años en temas de cultura y también en los procesos de enseñanza aprendizaje. Esto nos pone en la condición de doble rezago: el olvido de la ciencia y el como hacerle a la educación para integrarla provechosamente.

El olvido de la ciencia es, como señala Heidegger respecto del “olvido del ser”, el no caer en la cuenta que somos una naturaleza que cae en el universo y que debe arreglárselas para construirse un ser que habite en su propio mundo (DASEIN), es decir para construir lo que Hegel llamó el proceso humano de desarrollo del espíritu en el tiempo, equivalente a la historia.

Por eso Heidegger plantea en “Ser y Tiempo” que ese construir un mundo, que conforme la categoría de ser (humano), y no cosificarse en lo puramente natural, requiere de parte de los hombres una de las condiciones que construyen su espíritu: “la astucia técnica” (Hegel), es decir el ingenio inventivo que troca lo que es inhóspito en la naturaleza en dominio que favorece nuestras vidas. Es por eso que en Heidegger el ser del hombre se reduce a tiempo; porque no puede desentenderse de su situación limitadamente temporal y mortal; no puede escapar de las condiciones de su medio cultural, aunque las más de las veces ésta le sirva de piso para el siguiente salto, salto que puede ser revolucionario, pero nunca ajeno a su vínculo.

Tenemos, entonces los latinoamericanos, que nos corresponde vivir en tiempos de globalización y en la era del conocimiento, un doble vínculo con la historia: el del conservadurismo estéril de nuestra realidad y el de la fase forzada de una ciencia mundial en parto apresurado.

El revolucionario Lavín
Debemos pronunciar con respeto intelectual la palabra “revolución”. No se puede llamar revolución a cualquier cosa. Las revoluciones pasan por una configuración del ser y el ser es una forma de caer y entender el mundo, de aportar a la totalidad, de reconfigurarnos nosotros mismos. Este aprendizaje de ciertos números y sus juegos prácticos, de una versificación eficaz del lenguaje, son pasos de principiantes, pero no una revolución. La revolución mundial en la era del saber está en marcha a velocidad de fuga; nosotros insistimos en tararear tonadas y jugar a divertimentos pueriles, montados en un calesín y a velocidad rengueante, propio de una invalidez espiritual.

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