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jueves, 18 de noviembre de 2010

Sin nostalgia, con vergüenza

Por Wilson Tapia Villalobos


Las revelaciones acerca de la muerte del José Tohá me provocaron una sensación extraña. Una mezcla de impotencia, rabia, vergüenza y escepticismo. Imaginarlo con su 1,92 m, pesando apenas algo más de 40 kilos, me hizo trasladar a los años setenta. Opté por recordarlo con su sonrisa siempre abierta. Con su decisión permanente a dialogar. Con su socialismo de hombre de Derecho atildado. Con su convicción de que el mundo mejor podía venir por las vías institucionales. Con su inclaudicable compromiso con los pobres, con el pueblo. Sí, ese pueblo que hoy ha sido transformado en “la gente”, porque parece un adjetivo menos peyorativo.

Estaba en eso cuando me bajó la impotencia. Sentí, una vez más, el escalofrío de la derrota. Sobre ello, la tremenda frustración de no haber podido hacer más. De tener conciencia que fuimos arrinconados en una guerra de trincheras en que hasta imaginar la quimera de la victoria era “en la medida de lo posible”. Y me inundó la rabia.

Recordé al personaje correcto que conocí cuando yo era un periodista incipiente y él, director del diario Última Hora, en cuya jefatura de Redacción estaba Augusto Olivares. Pero se sobrepuso la imagen de este ser famélico, torturado, ansioso, recluido en el Hospital Militar. Allí estaba bajo la mirada del sibilino Dr. Patricio Silva Garín. El mismo que cuando se llevaron a Tohá a la Fuerza Aérea para torturarlo, le negó un valium. “¿Para qué dárselo? -le diría después a su esposa, Moy de Tohá- si al final se le iba a pasar igual el efecto, y los políticos tienen que afrontar toda su responsabilidad”. Este es el mismo carajete que aparece involucrado en la muerte del ex presidente Frei Montalva, su amigo.

Y después me imaginé a Tohá ya desnutrido, siendo torturado, escarnecido por un grupo de truhanes que habían estado bajo su mando de ministro de Defensa, en la administración del presidente Salvador Allende. A quien muchas veces debieron rendirle honores en su calidad de vicepresidente de la República, cuando era ministro del Interior y reemplazaba al jefe del Estado. Creí percibir su angustia, su impotencia frente a la perversidad de sus captores. Pensé en el miedo que deben sentir los torturados ante la inminencia del dolor ya conocido y, por lo mismo, más insoportable. Ante la manipulación del momento de la muerte para que ésta, con su capa de equilibrio, se retrase hasta extraer una última gota de dignidad. Imaginé la saña con que trataban a ese cuerpo esmirriado. Como montaban una grotesca pantomima de suicidio, cuando las huellas de estrangulamiento manual estaban a la vista. Y ahí empecé a sentir vergüenza.

Pasaron 36 años y recién ahora se exhuma el cadáver para comprobar una verdad que se supo desde el comienzo. El suicidio oficial había sido, en realidad, un magnicidio. Sentí vergüenza de que en mi país tengamos que seguir creyendo en esta Justicia que es en la medida de lo posible. Y que en esa medida no haya cabido el enjuiciamiento del sátrapa, del principal responsable de tanto crimen. El dictador asesino no pudo ser juzgado porque los dirigentes políticos tuvieron miedo, y los jueces -salvo honrosas y escasas excepciones- estuvieron, y están, más preocupados de su carrera funcionaria que de cumplir con su misión. Y eso significa sumarse a la sensibilidad política del momento.

Sentí vergüenza de que a Chile lo represente en España el obsecuente servidor de la dictadura Sergio Romero. Y que los nativos de otras tierras deban reclamar por la presencia de tamaño personaje como embajador de una democracia. Sentí vergüenza porque otro funcionario del dictador, Jovino Novoa, haya llegado a ser presidente del Senado. Puesto al cual sólo pudo acceder con el acuerdo de todas las fuerzas políticas.

Soy escéptico de que se pueda lograr algo con las nuevas diligencia que se practicarán al cadáver de José Tohá. Y creo que esto no será sólo la consecuencia del tiempo transcurrido ni de la forma en que funcionan las instituciones chilenas. Es como reaccionan mis compatriotas. Su memoria frágil resulta proverbial. Su apatía por el dolor que aún no sana es patética. Nuestro paso de una sociedad de ciudadanos a un conglomerado de consumidores es casi una ironía.

La reaparición de José Tohá en la escena noticiosa fue efímera. Más importante que la historia nacional era el fútbol o los problemas ambientales. Como si los triunfos deportivos bastarán para dar solidez a la tradición o los problemas del desarrollo se pudieran enfrentar sin identidad.

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