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domingo, 29 de agosto de 2010

Página Editorial Latinoamericana


Diario La Nación de Buenos Aires, Argentina
La política del miedo


Durante el gobierno de los Kirchner, la República se ha visto sometida a un poder cada vez más autoritario y represivo

Entre los indicios de deterioro de la vida pública en Argentina, hay uno que se manifiesta en forma cada vez más frecuente: el miedo. Día tras día, son numerosas las conductas individuales y colectivas que se explican por ese sentimiento. La democracia argentina está siendo corroída por esta causa. Es un fenómeno, si se quiere, reciente. Nunca antes se había expresado de manera tan intensa y cotidiana desde la restauración institucional de 1983.

Sería un error sostener que la sociedad ha vivido libre de amenazas en estos años. La economía ha demostrado en reiteradas ocasiones su capacidad para sembrar intranquilidad: familias enteras sufrieron la pérdida de sus empleos o de sus propiedades por las crisis sucesivas, o están alarmadas por la caída permanente del poder adquisitivo de sus salarios por culpa de la inflación.

También se han vuelto habituales, con el paso de los años, otro tipo de temores, más intensos y dramáticos. El que gana a millones de ciudadanos por la inseguridad cotidiana es uno de ellos. La multiplicación de los delitos, casi siempre violentos, está consiguiendo que los argentinos vivan con una sensación incesante de peligro que, en cualquier momento, puede realizarse en una agresión inesperada.

En cambio, desde que los Kirchner han llegado al poder se ha divulgado otra clase de temor. A diferencia de las anteriores, quienes lo padecen son, en su mayoría, integrantes de la elite: empresarios, políticos, líderes sindicales, intelectuales, periodistas, magistrados. No es un desasosiego cuya raíz esté en alguna convulsión general de la economía o en la acción de algún delincuente anónimo. Se trata de un temor referido al comportamiento de un agente identificado y concreto: el Gobierno.

El matrimonio Kirchner ha puesto en práctica un estilo en el manejo del poder, destinado a producir inseguridad y aprensión. Esas sensaciones son la atmósfera inevitable de un orden que ha sustituido el imperio de la ley por el imperio de una voluntad individual. Las reglas generales, conocidas por todos, se han ido reemplazando por procedimientos arbitrarios, regulados según los mutantes objetivos que se fija el que manda. Como consecuencia de ello, la esfera pública se vuelve un espacio incierto, donde todo puede ocurrir. Desaparecida la igualdad ante la ley, desaparece también toda relación necesaria entre crimen y castigo.

En el empresariado sobran ejemplos de esta desviación. La Presidenta y su esposo se han encargado de hacer saber que, de un momento a otro, el Estado puede encontrar imperfecciones allí donde, un momento antes, no las había. Y ese hallazgo puede significar que las empresas ingresen en un laberinto de presiones y sanciones, capaz de obligar a sus dueños a deshacerse de ellas. La más leve crítica suele ser castigada con alguna coerción: el acoso de los inspectores impositivos; la atención especial de los organismos de control; alguna agresión sindical sospechosa; la suspensión injustificada de una línea de financiamiento o la intervención clandestina de conversaciones privadas.

Como en algunos casos tales dispositivos disciplinarios no surten efecto, ahí están los piqueteros oficiales cumpliendo su misión de fuerza de choque. Los guantes de boxeo de Guillermo Moreno, exhibidos en una asamblea de Papel Prensa, sintetizan este estilo de conducción de las relaciones con el sector privado.

El amedrentamiento hacia jueces y periodistas también está a la orden del día. Comenzó hace años, con intempestivos llamadas telefónicas a quienes decían o escribían informaciones inconvenientes. Después llegaron los "escraches", los juicios populares y las causas judiciales armadas sobre imputaciones de dudosa verosimilitud.

En los últimos días, los Kirchner cruzaron esa raya que, según se suponía, jamás iban a transponer: no dudaron en tergiversar el pasado para, malversando la causa de los derechos humanos, acusar con crímenes de lesa humanidad a los responsables de los diarios LA NACION y Clarín en los años setenta. No pretenden una reconstrucción arbitraria del pasado. Pretenden la obediencia incondicional, en el presente, de los acusados y de todos los que ejercen su profesión.

El miedo se ejerce como método, no sólo para los extraños. También los propios temen. Los gobernadores peronistas confiesan que deben hacer sus reuniones en casas de particulares y en secreto, para no irritar a Néstor Kirchner.

Los ministros y los legisladores saben que desde Olivos se ejerce un control obsesivo sobre todo lo que dicen y también sobre lo que no dicen: puede haber sanciones si se descubre que tal o cual funcionario no fue todo lo enfático que se esperaba en la condena de tal o cual adversario o en la defensa de tal o cual iniciativa.

Con ese criterio, se decidió la sustitución de Jorge Taiana por Héctor Timerman al frente de la Cancillería. Los colaboradores del matrimonio saben que deben declarar sus entrevistas a sus jefes y, en caso de que sean irritantes para ellos, han de realizarlas de manera clandestina.

Maquiavelo recomendaba al príncipe que era mejor ser temido que ser amado. Sin embargo, el seguimiento de ese consejo debilita el liderazgo democrático. El ejercicio del poder por la vía del terror puede obtener una provisional obediencia, pero no consenso.

El pánico al castigo arbitrario de la política impide practicar la diferencia y expresar la crítica. En ese clima, muchos optan por la cobardía, que inhibe las conciencias y paraliza la voluntad democrática. La República se reduce por involución hacia un poder cada vez más autoritario y represivo.

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