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domingo, 22 de agosto de 2010

Es la hora de tomar en serio el rol del estado moderno


Por Hugo Latorre Fuenzalida.

La vida de los hombres transcurre como las mareas en los océanos: con oleadas de modas que fluyen y refluyen, al ritmo de un tiempo regular.

Lo podemos comprobar en las vestimentas, que luego de unos años de quedar guardadas en el baúl, de pronto resurgen como fantasmales resurrecciones; también acontece con las líneas de automóviles, donde los modelos “retro” reaparecen luego de unas décadas de ausencia y olvido. En los programas de televisión acontece algo parecido: la moda de los 80, en su cultura, es retomada como faro guía de generaciones que no encuentran en esta desazón extracentrada, propia de los posmodernos, nada a qué asirse.

Lo mismo se ha dado con el tema del Estado. El Estado, ese “Ogro filantrópico”, como lo bautizó Octavio Paz, obviamente interpretando al sistema hegemonizado por el PRI, en su largo tiempo de aciertos y desatinos en el México del siglo XX. Pero el problema, tanto para Octavio Paz como para casi todos los intelectuales y políticos contemporáneos, es que no logran dar con un dibujo más o menos exacto que describa la anatomía algo fantasmal de ese cuerpo formal llamado Estado.

Lo convencional es que se entienda al Estado como lo que se acostumbra a designar, es decir “los tres poderes del Estado”: ejecutivo, legislativo y judicial, a lo que se suman las fuerzas represivas, normalmente bajo la tutoría legal del ejecutivo, pero bastante autonomizada cada vez que surgen crisis de gobernabilidad, al menos en esta región llamada América Latina.

Sin embargo el Estado moderno es bastante más que los tres o cuatro poderes recién enumerados. Si seguimos a Nicos Poutlanzas o a Bernardo Kliksberg, nos daremos cuenta que los Estados moderno incluyen también a todas las organizaciones superiores e intermedias que con su influencia pesan en las decisiones trascendentales (de mayor repercusión) que finalmente toman los poderes ejecutivo y legislativo. Ahí caen los empresarios, los sindicalistas, las iglesias, las universidades, los partidos políticos, los gremios profesionales, los medios de comunicación, etc.

Entre más instancias intermedias concurren a influir en las decisiones de los gobiernos, más democrática es la sociedad y más integrador es el Estado.

En consecuencia, en nuestras sociedades tercermundistas, donde el Estado es por tradición y doctrina un ente más formal que integrativo, sus instituciones sólo incorporan las influencias de los partidos políticos, que ya representan las estructuras más fuertes y visibles y con más poder, con lo que se hace un poder sobre-representado; también a los empresarios y algo de las instituciones intermedias, como las iglesias. En definitiva, la hegemonía oligárquica y plutocrática es muy fuerte, lo que le hace ser una estructura sesgada y de escasa irradiación democrática, aunque en la formalidad de la ley establezca lo contrario.

Eso hizo opinar una vez al intelectual venezolano (José Ignacio) Cabrujas, que las constituciones en América Latina, con todo ese sistema enrevesado y tortuoso de leyes, fácilmente podría ser reemplazado por una nota, como esas que se encuentran en las puertas de las habitaciones de cualquier hotel del mundo y que normalmente exponen este único capítulo: “Señor pasajero, damos la bienvenida a esta residencia que le acoge gratamente y recomendamos hacer uso cuidadoso de los bienes que se han puesto a su disposición, así como mantener un comportamiento adecuado para no perturbar la tranquilidad de los restantes usuarios”.

Todo lo demás, decía Cabrujas, es un exceso barroco que no tiene sentido en una sociedad donde todos parecen ser pasajeros y nadie residente. Aquí cualquiera llega, viene y se va, normalmente con más cosas que las que trajo, y todas nuestras leyes extra-numerarias no sirven para un carajo.

Esta postura bastante “tropical” para nosotros, culturalmente sometidos al rigor desabrido de la cultura “andina”, encierra, sin embargo una verdad de trasfondo: Nuestros Estado están sobregirados de leyes y son tremendamente menesterosos en autoridad, justamente porque carecen de esa actualización democrática que la sociedad, ahora más informada y atenta, va descubriendo en la medida que acontecen sucesos que desvisten y desnudan a ese fantasma deforme e impotente que es nuestra institucionalidad fundamental.

La incapacidad de dar respuesta a los temas de la inequidad creciente, del desafío educativo, de la salud más básica, de la pobreza, de la corrupción empresarial y política; de la inoperancia de las instancias fiscalizadoras y del libertinaje en la iniciativa expoliadora del empresariado nacional y extranjero, hablan de las “aporías”, baches y oquedades de un sistema de Estado débil, obsecuente y sumiso a otros poderes.

Como señalábamos al inicio, la moda de achatar al Estado, se inicia luego de la experiencia de la Unidad Popular en Chile. Ese corto tiempo de mil días, significó la única escapatoria por la pendiente de la irresponsabilidad del sistema público. Antes, el Estado en Chile fue modelo de eficiencia y emprendimiento. De hecho todas las grandes obras del desarrollo se hicieron desde la iniciativa del Estado y todos los grandes negociados y defraudaciones se hicieron casi exclusivamente desde un sector privado mediocre y ventajista. Pero por esos mil días de derrape, la derecha ha demonizado al Estado para siempre. ¿No nos recuerda esas condenas religiosas: por un minuto de placer, la condenación eterna?

La derecha, a la que siempre le ha gustado usufructuar de los beneficios que el Estado ha concedido históricamente a sus particulares intereses, gracias al dominio retardatario y oligárquico de la estructura pública, cuando el poder de ese organismo central se fue democratizando, es decir en el corto período en que avanzó un esquema popular en Chile (entre 1938 y 1973), y como fueran lesionados sus intereses consagrados, entonces decidieron aplastar al Estado y acabar con la democracia: los dos males causantes de sus desgracias.

Hablamos de la derecha, pues es ese segmento político y económico el que sustenta realmente al modelo actual y que margina al Estado. La Concertación no ha sido más que un acólito del modelo, un valet servicial y genuflexo, que terminó como decidido apóstata de su antiguo credo y convencido de la relevancia de su librea, dando todo de sí para que este modelo enriqueciera más y más a las capas oligárquicas de siempre, y a los “parvenú” (recién llegados) de la política.

Entonces caemos en la cuenta que los privatistas acérrimos que han gobernado a Chile en los últimos 38 años, han forjado una jauría de voraces intereses, para los cuales no crearon los mecanismos de control, requeridos para que la furia acumuladora no terminase perjudicando a la sociedad entera.

De esta forma se explica el porqué de los abusos, de las incapacidades y de las corrupciones; los tres elementos que están presentes en esta dolorosa situación que hoy aflige a las víctimas del norte minero.

Pero no son los únicos ni serán las últimas víctimas, en un país donde el que tiene dinero o poder puede correr con colores propios haciendo y deshaciendo, sin miramientos jurídicos ni humanos. Total, la gente sin poder, tampoco tiene derechos (es el círculo de la marginación) y el sistema se ha encargado de combatir, frenar y castigar cualquier tipo de organización que amenace con cambiar este libertinaje de los poderosos.

Llegó la hora del Estado moderno, si no queremos seguir viviendo en esta selva que devora a sus hijos como a despojos cebados para provecho de los grandes depredadores.

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